Bienvenido Diciembre

 



Los artistas se maquillaban de cara a la gente, sin camerinos ni lugares ocultos. Todos jóvenes, todos tranquilos al lado de la Plaza Francisco Javier Cisneros. Guayacanes humanos encabezaban la comparsa que acompañaron marimondas, monocucos, seres del inframundo, artistas que lanzaban fuego por sus bocas, duendecillos que se ocultaban tras los árboles. La música, contagiosa en esa noche fría, entró por Carabobo irrumpiendo en la cotidianidad de los vendedores de minutos, de chicles, de zapatos, chanclas, guitarras, luces, traídos, carnes frías, ropa y cuanto producto usted se imagine.





El colorido en movimiento se encontraba de frente con la gente y, aunque muchos no se detenían, ninguno se resistía a sonreír o al menos a mirar a los personajes que pasaban. Momentáneamente en Carabobo se pausaba el mundo porque venía la comparsa, era de noche y el rumor de su llegada hizo detener al ciego vendedor de chicles que trabaja todos los días por Bolívar. Estaba consternado, completamente estático, se rascaba la cabeza y aguzaba el oído, el sonido de llamas cercanas lo hizo quedarse aún más quieto; se le vio tranquilo y con los ojos cerrados al paso de la música. Esperó a que el sonido, el fuego, los pasos y la algarabía se convirtieran en un rumor,  cuando todo fue un murmullo regresó a la vía, extendió su bastón de invidente y continuó con la venta.


Figuras vivientes de la obra “Horizontes” del maestro Francisco Antonio Cano jugaban con los peatones, el recorrido atravesó Colombia y luego la Iglesia de La Veracruz, llegó a su fin en el Museo de Antioquia, un Museo que intenta salirse de sus muros y correr el riesgo de involucrarse con la gente.







Allí confluyeron borrachos, los recién salidos del trabajo que reemplazaron la ducha por una buena dosis de colonia barata, los padres de las niñas y niños de Cantoalegre, la gente desprevenida que estaba recibiendo la noche en la calle, los recicladores, los locos, los borrachos y tres niños con pequeñas bolsas negras en sus manos que se detuvieron frente al desfile (uno de ellos se animó incluso a tocar el faldón de uno de los guayacanes que estaban en zancos).

La comparsa se presentó, se proyectaron imágenes sobre la fachada del Museo -no se vieron claramente por la irregularidad de la superficie-, comenzó el concierto de Cantoalegre. Los tres niños con bolsas negras no tenían más de 10 años pero ya sabían cómo guardar la compostura con la pega porque antes de sentarse uno le dijo al otro: “pero guardá la bolsa”. Se sentaron junto a la tarima, en el lugar que les pertenecía como niños, a escuchar al blanquísimo coro de rostros angelicales, cabellos ordenados y limpieza impecable. 

Pasaron dos o tres canciones que les hablaron de la Navidad, de regalos, de tiempos felices. No los separaban sino 5 ó 10 metros del coro. Ellas y ellos en la tarima, con vestidos que tenían pequeños bordes lila, azul y fucsia, la frente en alto, el orgullo de sus familias, y la felicidad reflejada  en sus voces y en sus labios. Del otro lado estaban muchos chicos sentados, atentos, escuchando, entre ellos los tres niños que habitaban un mundo de alucinaciones y de viajes causados por el sacol.

“Ellos estaban todos ‘risueños’, llegó un momento en el que decidieron levantarse y no volvieron más”, dijo luego mi madre que estaba atenta a la situación por el nerviosismo y el nivel de alerta que se le extrema cuando está en este sector de la ciudad. 

El amure los hizo levantarse, no bien estaban en pie ya habían sacado nuevamente las bolsas, movían sus fondos para despertar el pegamento y  seguir inhalando. Siguieron caminando hacia la Avenida De Greiff y los perdí de vista.

La bienvenida a diciembre continúa. El hombre en la urbe aprende con suma facilidad a convivir y a ignorar las paradojas y las ironías que lo rondan cotidianamente; por ejemplo, el paroxismo para el borracho que estaba a mi lado llegó con la canción de Rudolf, el gran reno, que tenía la nariz roja como un tomate -como se les pone a muchos de los que están ebrios-,  fue tal su emoción que a cada rato alzaba las manos intentando seguir la coreografía.

Pegada al escenario había otra mujer que se persignaba continuamente y aplaudía a rabiar luego de cada canción. Se enamoró de uno de los pequeños de traje blanco y chaqueta azul que estaba cantando. Llegó a tal punto su fijación que se pasó de lado a lado por el frente de la tarima y extendió su mano al niño -algunos nos crispamos y una señora que desde abajo orientaba al coro la hizo mover diciéndole que no-. La señora, sudadera y camiseta azul oscura con una moña de pelo recogida en la parte superior, lo tomó a regaño y se fue.

No terminé la bienvenida porque mi padre ya estaba cansado. Faltaba un cuarto para las ocho y cantamos retirada. La tarea estaba cumplida: darle la bienvenida a diciembre sin pólvora, con cultura y arte populares que alegraron el primer día del último mes. 




...Y de hace un año. (Notas de la misma bienvenida en 2009. Aquí las añado porque me parecieron pertinentes)


Navidad en colores

Ayer me robaron en el centro de Medellín, hoy volví a él porque no me importa cuántas veces me quiten lo que tengo ni tampoco que hoy me sienta como un estúpido por haber caído tan fácilmente en manos de tres ladrones.

Todavía siento rabia cuando recuerdo lo sucedido: en menos de ocho minutos me quedé sin cámara, sin plata y sin celular. Tres tipos, tres ladrones, un ardid y Carlos Mario solitario y temeroso en plena Playa con el Palo.

Pero ya, eso hace parte del ayer. Hoy me fui con mi madre para el Parque de Cisneros, a darle la bienvenida a diciembre, a ver los colores que inundaron las calles grises del centro, lugar que en la noche se convierte en sombras, riesgo y silencio.

La cita era a las seis y media pero se retrasó. ¿A quién esperamos? Nunca lo supe. Mientras tanto vimos jóvenes maquillados, preparados y con sus roles establecidos para participar en un desfile desde el Edificio Vásquez hasta el Museo de Antioquia.

Nota en el evento: sí señor, en Medellín están matando que da miedo, la droga pulula y la inseguridad se dispara en estos días. ¿Quién lo niega? Pese a ello también es innegable la cultura y las artes reunidas de noche, en un lugar que normalmente es abandonado por la gente al irse el sol. 

Todo preparado, salen los dioses en su carrera por Carabobo, pese a estar en lo alto son custodiados a lado y lado por bailarines y artistas que mezclan ritmos y fusionan aires que alimentan el espíritu navideño de los transeúntes, gente común que recibe aves del paraíso y que se deja contagiar de la música, evidenciando esta sensibilidad en un casi imperceptible movimiento de hombros y de cadera.

Sí, hay poca gente, comenzó tarde, no importa: los que estamos aquí anhelamos que esta cultura, colores y felicidad se extiendan por nuestra ciudad -hoy teñida de sangre- en la que las nuevas generaciones se están volviendo a echar a perder. Lo hermoso es que muchos de los que vieron el desfile fueron personas comunes que salían de sus trabajos y se encontraron con comparsas, dioses andinos, hombres y mujeres en zancos y alegría contagiosa, la misma que llevó a gente del común a unirse a los bailes circulares.

Las aves del paraíso sirvieron a mucha gente que las recogió pensando en tener arreglo floral para la primera semana de diciembre. Así es la vida, nadie sabe de qué manera mutarán las realidades, pero es mejor que cambien y por eso pensé en el Museo y su apuesta, con esto sacaron el color de los cuadros que allí están, pusieron el amor del arte y la sensibilidad en la calle, a compartirla con los transeúntes, con los habitantes de calle, ladrones, prostitutas , vendedores , emboladores y toda la fauna y flora del centro de Medellín.
Las calles grises se cubrieron de colores, el peligro persiste porque el centro no es una realidad aséptica, de hecho mi madre me decía al regreso: “A mí no me gusta el centro”, yo me reafirmo en mi gusto, y me alegro por haber recibido diciembre con tan hermosa festividad.

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