El taxista se especializaba en hacerle la vida imposible a la gente, ¿cómo?
Jodiendo -en el segundo sentido de la palabra- a los demás. Sin tener una razón aparente, por el simple gusto de pelear, de desgastar la existencia en tonterías, en vanas y fútiles discusiones bizantinas: “es que a mí me encanta pelear con estas viejas”, decía, con brillo en los ojos.
“Una vez le saqué la rabia a una mujer y ella me hizo fuck you”, comentó con orgullo el taxista en ese trancón interminable de la regional. En ningún momento quitaba los ojos del carro de adelante, en el que iba una mujer, tranquila y conversando con su amiga para disminuir el tedio de la inmovilidad.
De un momento a otro comenzó el asedio: sentía satisfacción cuando se acercaba exageradamente al carro de la inocente mujer, no le importaba correr el riesgo de chocarse, al contrario, aumentaba las revoluciones de su Renault 9 y pitaba exacerbado.
“Boba”, le decía como si le escuchara. No paraba de hacer gestos y muecas a través del retrovisor intentando transmitirle el odio que sentía, la rabia que le nacía desde dentro, una rabia inexplicable y momentánea que en ese momento entendí como la necesidad de sentir, de alguna manera, emoción.
No me gusta pelear y cuando alguien lo hace empiezo a sentir agonía en mi estómago, “Señor, si se va a poner a pelear mejor me deja allí”, le dije señalando la Estación Aguacatala del Metro, “Pero… Pero…”, intentó balbucear.
“Pero nada, no vale la pena pelear, de cualquier forma seguiremos en el taco”, le dije y me puse los audífonos de mi mp3 para no escucharlo más.
Yo creía que no había gente de este tipo, pero hoy me la encontré en forma de taxista.
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