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Los sueños de una de las participantes en Vida para todos. |
Lo compartí con mis colegas de trabajos diarios. Y aquí también lo quiero dejar.
(Se
que el nuestro es oficio cotidiano. Y que esto es paisaje. Pero hoy
tuve que escribirlo, quizás como necesidad y desahogo).
Feliz tarde,
Carlos M.
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¿Cómo
contar que parezca sincera y colorida la historia de unos niños que se
graduaron hoy de soñadores en Caicedo pese a que una de ellas me diga,
sin asomo de pasmo, "Es que a mi
tío lo van a matar, a él ya le tiraron un petardo a la casa en la que
vive, entonces eso tiene muy triste a mi mamá"?
Me responde una colega:
Omites
al tío u omites lo de 'soñadora'. O no haces la historia. O dices que
estamos tan jodidos que una niña puede soñar al tiempo que habla de
muertos como de juegos con muñecas.
Yo
quisiera que los colores se mezclaran, al fin y al cabo el negro y el
blanco son sumas de colores. Mezclarlos finamente para decir que hay
grises en sus pinturas, como cuando esbozaron la
vida en sus barrios, la guerra que no les permite salir de sus casas a
jugar a los parques –amenazados–, el miedo que les dice que no son
ajenos a este conflicto –así vociferen sus derechos–, que por ellos
también llegarán.
En su
mezcla de imaginación y realidad, la chiquilla hablaba de una lista de
niños en la que están quienes van a matar. Que dejaron un letrero en la
puerta del colegio en el que les decían que
estaban amenazados, en parte porque había niños de La Torre que
estudian en Vida Para Todos.
La
paleta de colores se fusionó en sus palabras: quiere ser modelo,
azafata, monja. Quiere terminar de aprender a leer y a escribir, y
anhela dejar atrás sus miedos, que no la dejan dormir bien.
Es una mulata sonriente, conversadora y sincera a sus 11 años. Sin
pelos en la lengua para hablar que se sintió feliz pintando, bailando y
expresando lo que antes no podía; y también para decir que no es tan
feliz en su barrio, en su cuadra, y que está encerrada
en su hogar cuando juega ‘chucha cogida’, apenas con dos amiguitas más
dentro de la casa.
Según
los grandes, la frontera invisible sigue allí, al lado del colegio. Ya
no son necesarios los corredores de vida y de seguridad, que llevaban a
los chiquillos a la escuela porque -según
las autoridades- luego de las vacaciones de mitad de año no hubo tanto
ausentismo escolar, que se acercó al 90 por ciento en mayo y junio.
Las
mismas profes reconocen que es cierto, que prácticamente ya no se
requieren los corredores porque los combos ya están dejando pasar a los
chicos –no precisamente porque la seguridad esté
garantizada en la zona–.
Es
tal la situación que la madre de una de las pequeñas de tercero de
primaria fue herida la semana pasada mientras extendía la ropa en la
plancha de su casa. Eso fue el miércoles, para más
señas, día en el que los enfrentamientos no sucedieron en la noche sino
al mediodía, cuando todos estaban en la calle, cuando todos tuvieron
que correr a guardarse en las casas.
“Eso
fue muy maluco. No teníamos clase ese día, pero igual todos tuvieron que
salir corriendo a esconderse”, dice la mulata a quien no deja de
acompañarla otra amiga –quien cuenta que una de
sus primas está metida con uno de los muchachos de los combos, a quien
metieron a la cárcel. “Pero ella siguió con otro de los mismos y mi
mamita y mis tías le ruegan que deje a ese muchacho, porque sino después
llegan a matar a toda la familia”–.
Ellas sueñan a ser
modelos o cantantes. O policías, soldados, aviadores, azafatas,
veterinarios y futbolistas. Tres anhelan ser matones y andan en un combo
de cinco chicos. Lo anhelan por moda, por poder,
o porque se quieren ver en la cima de los morros. Allí desde
donde saben que disparan (así se dibujan a ellos mismos) y donde, según
vecinos del colegio, guardan sus armas.
Ellos sueñan, sí, pero la realidad parece no estar a la altura de sus anhelos.
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