Escribí una
carta y la envié al vacío, a que atravesara el océano y fuera magullada, manoseada, revisada,
transportada y sellada con la protección del correo certificado: muchos la
tocaron, ninguno la leyó.
No tuvo
destinatario, nunca llegó a sus manos. ‘Motivo de la devolución: No reclamada’:
se quedó huérfana durante 15 días en una oficina de correos con empleados
paquidérmicos.
Casi un mes
después fue magullada, manoseada, transportada y sellada. Cruzó el océano y
regresó. Sentí ganas de buscar algún destinatario para ella, que se creyera la
mentira de que esas palabras escritas a mano no eran exclusivas de nadie. No.
Hubiera sido demasiado.
Las cartas
escritas sin destinatario deben quedarse en las bancas esperando algún
transeúnte anónimo y curioso, o están reservadas para ser cenizas. Más si son
cartas de amor.
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