“Eres parecido a mí. Naciste en una montaña, te bañaste en el agua cristalina de una quebrada, viste yeguas dar a luz y ordeñaste las vacas como lo hicieron mi abuelo y mi padre. Como ellos, eras dueño de paisajes sin fronteras, de cielos sin manchas, de montañas sin caminos, de ríos indomables. En esas extensas propiedades edificaste tu casa con tus manos y según el dictado de tus sueños”.
Patricia Nieto, Declaración de amor en “Llanto en el paraíso: crónicas de la guerra en Colombia”.
¿Es la multiculturalidad un problema para el mundo contemporáneo?, ¿algunos la sienten como un lastre o una enfermedad que debería ser extirpada?
No hay dudas: el mundo aún no alcanza su mayoría de edad y no es lo suficientemente libre como para reconocer al otro en la diferencia. Aún no nos aceptamos como diferentes con todo lo que ello implica, aún no amamos lo suficiente nuestra libertad y la de los demás como para preservar las decisiones del “otro”, y acompañarlas con respeto aunque no estemos de acuerdo con ellas.
¿Qué hacer entonces con la multiculturalidad y la diversidad en nuestro país que se define a sí mismo con estas dos palabras? En Colombia, hay que reconocerlo, la solución ha sido el rasero homogéneo, el parámetro que parte desde un sujeto con poder (sea político, económico, social, religioso o militar) y trae consecuencias para los demás que, por su estado de indefensión o inferioridad (no cultural sino de poder), tienen que acomodarse a lo que otros consideran está bien y debe ser lo correcto.
Desplazados, masacres, segregación, exterminio de comunidades aborígenes o simple olvido a los ancestros de nuestras tierras son algunas de las realidades que ha vivido y vive continuamente Colombia. Aún no somos incluyentes, aún no reconocemos completamente los derechos del otro y por eso nos parecemos a los europeos que mencionaba María Eugenia Hernández, esos que en el siglo XVIII decían que estas tierras tropicales habían degenerado la especie humana.
La ponente propuso la posibilidad de seguir hablando de razas y culturas como términos que nos permitirían mantener la diversidad. La discusión quedó abierta y yo considero que los riesgos que entraña esta afirmación son muy altos: si bien desde la academia se pueden manejar como proposiciones discursivas y lingüísticas pasa lo contrario con la mayoría de la gente del común, que se las apropiaría no siempre de la mejor manera y que comenzaría a demarcar diferencias que ya están trazadas en este entorno altamente polarizado.
La ponente nos recordó que somos la suma de múltiples culturas y el resultado de una herencia histórica diversa. Con este recorderis bastaría para curar las visiones únicas y homogeneizadoras, lo que nos pasa siempre es que somos muy buenos para el olvido y muy malos para la memoria.
Nos hace humanos la cultura de la que somos parte, la suma de atributos que nos influencian y que influenciamos con nuestro paso por la existencia. Pensar que esa cultura y esa realidad es una proposición discursiva y lingüística nos hace más fácil la vida, nos ahorra las búsquedas que en otros tiempos emprendieron los investigadores sociales para encontrar la lengua madre, la cultura madre, la fuente prístina que con el tiempo se encontró vacía porque no hay una, sino muchas y diferentes.
Ahí fue cuando comenzamos a mirar al otro, cuando analizamos cómo el otro solucionaba sus problemas con el entorno y con sus pares, y comenzamos a reconstruir su mirada para alimentarnos de ella en clave de diferencia. Con el tiempo dejamos de analizar eso otro como “mejor” o “peor” y lo dejamos simplemente en “diferente”, comprendimos que había que analizar en contexto, que cada lengua -como decía la ponente evocando a Saussure- había que comprenderla desde sí misma.
La cultura y la lengua se convirtieron en microcosmos permeables, en mundos a los que había que entrar sin prejuicios y salir sin juicios a posteriori para poder comprenderlos. La vida es vida y nada más, el hombre comprendió que sus acciones eran de traducción, no de definición de lo que significaba el entorno y la existencia misma.
María Eugenia Hernández fue enfática: “Ninguna raza, ninguna cultura es superior a otra, simplemente funciona con una lógica de pensamiento diferente. No hay unos niveles de desarrollo, todos están al mismo nivel pero funcionan con lógicas diferentes”.
La propuesta final de la ponente fue la creación de una teoría social hecha desde y para América Latina, que recoja los aportes de aquellos que nos miran desde fuera y que condense lo que aquí se piensa sobre nosotros mismos mediante un pensamiento crítico.
Es una apuesta valiosa y que requiere de tiempo para su construcción. La pregunta que me hago es realmente qué tanta aplicación tendrá esta teoría si aún no enseñamos al otro a aceptar las diferencias, si aún seguimos mediados por la homogeneización que quiere imponer la Iglesia, las instituciones tradicionalistas y los prejuicios sociales y morales que apelan a la supuesta e inmovilizadora tradición para no pensar en la posibilidad de unas sociedades más incluyentes.
“Con la ciudad al frente, te digo que eres mi vecino. Tienes derecho a este paisaje con todo lo que contiene: los árboles, las flores, los pájaros, el alimento, los libros, la brisa, los cantos, las aguas, las palabras, las calles, las sonrisas, los bailes, el trabajo; y también el esfuerzo, las dudas, los dolores, los conflictos y los malos tiempos que son parte de nuestro ser”.
Nota:
Informe de la ponencia: Multiculturalidad y diversidad, teorías y realidades por la Magíster María Eugenia Hernández en el XVI Simposio de Ciencias Sociales. Universidad Pontificia Bolivariana.
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