Comenzó a desabrocharse la correa y la niña –que aún no
articula palabras comprensibles– estiró sus brazos intentando protegerse de lo que
tenía en frente, desesperó tanto que tiró la cabeza hacia atrás dándose contra
la silla del metro. Lloró, mucho más duro que antes, con unos gestos que
buscaban evitar un dolor que ya conocía. A un lado la mamá, al otro el abuelo
que terminó de sacarse la correa, envolverse la mano con ella y finalmente
darle un “correazo” frente a todos nosotros. La mamá, mirada perdida en lontananza
y un pie que movía tan rápido que parecía con voluntad propia.
Un señor se acercó a decirle al abuelo que no la golpeara.
La mamá le dijo que no fuera metido, que él le estaba ayudando a educar a su hija,
que no podía dejar que la niña “le cogiera ventaja”. La niña lloraba cada vez
más, intentaba esconderse detrás de su mamá (como si fuera una real
protección), y terminó pasándose cuatro sillas lejos del abuelo que la había
golpeado porque una señora, más fastidiada que preocupada por la situación,
prefirió pararse de la silla e irse a otro lugar.
En las sillas del frente, señoras de edad parecían validar
que cada quien cría a los hijos como quiere, como si se tratara de un asunto
privado. Justificaban –justificábamos porque yo también callé con mucha rabia,
un silencio que terminó siendo cómplice– que cada quien cría a sus hijos, y que
a las generaciones anteriores las habían criado con rejo y estaban bien
(tradición e historia como validadores ciegos de lo que no necesariamente está
bien).
¿Es la educación de los hijos un asunto que solo corresponde
a la esfera privada? ¿Para qué juzgar a la mamá, si en sus gestos se veía que quizás
ella también recibió la correa del mismo ser que hoy golpea a su nieta? ¿Qué puede
hacerse en estos casos?
Hoy la niña vivió el miedo, mañana quizás viva la rabia. Y
pasado mañana, cuando sea más fuerte que quienes la golpean, quizás se rebele o
devuelva la violencia que le infringieron.
En la raíz está el miedo, que no es el de la niña que llora
e intenta protegerse, sino el de unos adultos que aún no han aprendido qué signica
educar y cuál es la mejor manera de acompañar en un mundo azaroso. La vida le
brinde a la pequeña muchos caminos que le ofrezcan amor, porque ella se quedará
aquí, llenando de sentido este mundo, cuando yo ya no esté. Ella forma parte de
mi esperanza.
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