Los desterró cariñosamente del pueblo para que
fueran otros, mejores a los que ella crió entre montañas. Su amor de madre le
mostró que la casa se iba agotando mientras crecían, y que los hijos podían dar
y recibir mucho más de cuanto estaba en sus manos.
Los empujó para Medellín, a que estudiaran y
terminaran de formar su carácter, pero ella aferraba su vida a la casa y al
balcón en el parque del pueblo, el único en Antioquia que cambió a Bolívar por
un marrano. Junto a ella quedaron el esposo y el hijo que la lloraría
desconsolado.
Nunca le gustó la capital donde terminaron casi
todos sus hijos –ya cuarentones– convertidos en profesionales, hombres y
mujeres trabajadores, honrados e innegociables en principios y sueños. Gente
feliz que no tardó mucho en regalarle nietos que, desde lejos, siempre llegaban
a la casa para alegrarla.
Su alegría también era este refugio: zaguán
fresco, patio lleno de flores y paisaje de montañas. Aún enferma, esperaba la
mínima recuperación para volver a su caserón, al lugar del que ni las dolencias
más intensas lograron sacarla.
Al final de sus años, convertida ya en una
niña, volvió a jugar con conejos y se hizo amiga del hijo de la criada que la
cuidó. Los hijos –siempre atentos– iban y venían, viéndola apagarse, hasta que
le llegó la muerte.
La cama de enferma cambió por el féretro, dos
ciriales y un crucifijo. La casa se llenó de visitantes y deudos. Su amiguito
de juegos, con menos de ocho años, le puso encima del cajón su último regalo:
un humilde ramo campesino de rosas repolludas que ella no pudo disfrutar.
De la casa a la iglesia, y del templo al
cementerio. Todo a pie para cumplir su voluntad de morir en la tierra donde no
pidió nacer, pero sí anheló vivir.
Ir detrás de su cuerpo fue recordar que los
pasos que hoy damos se los debemos a nuestros muertos, a esos que un día
vislumbraron otro futuro, y anhelaron vidas distintas más allá de las montañas.
Llega el tiempo en que al campo regresamos por la muerte, porque cada vez nos
ata menos.
La dejamos en la bóveda más alta del primer
piso. Las lápidas en vez de mármol se limitaban al revoque del sepulturero, pintura
blanca y sobre ella los nombres hechos con letras de regleta. La muerte, básica
y humilde en este pueblo, fue adornada hasta el final por un ramo que –en
encomienda– llegó con el bus de la tarde.
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