Mire aquí el reportaje gráfico de esta historia.
Conductores, habitantes e instructores deportivos le
hacen el quite cotidiano a estos límites de la muerte y el miedo.
La
Sierra, antes de las seis de la mañana, es una montaña tranquila y silenciosa. Este
sector, el más empinado de la comuna 8 en Medellín, se ve a lo lejos lleno de
luz por el alumbrado público. “Los ‘muchachos’ no madrugan”, advirtió un
despachador de buses de esta zona desde el día anterior, y por eso reina la
calma, en medio de la que bajan estudiantes con rumbo a los colegios de la
zona.
“Solo nosotros sabemos cómo está todo esto,
qué está pasando y los peligros que hay. En estos días hay mucha ley pero ha
estado duro por el conflicto”, dice Sebastián García*, uno de los conductores
de la ruta 093 de Copatra que parquea en una ‘frontera invisible’ entre Villa
Liliam y La Sierra, donde dos vendedores madrugan a espantar con tinto el sueño
de la madrugada.
Las rutas
093 y 094 son dos de las más peligrosas en la ciudad porque quedan en medio de
la guerra librada entre los ‘combos’ de las comunas 8 y 9. Cuatro carros de su
flota a los que les estallaron los vidrios hace un mes, un conductor herido en
un hombro por una bala perdida y un alistador asesinado, son algunos de los hechos que los han afectado.
Pese
al conflicto, Sebastián* madruga a diario a las 3:45 a.m. a coger el primer
viaje. A esa hora comienzan a bajar los trabajadores y a subir los que vienen
de la labor. “Me encomiendo a las ánimas y mi señora me llama a avisarme que no
suba cuando ‘se prende’ el barrio”, añade este conductor que ve, oye y calla
como única forma de garantizar su supervivencia y la de su familia en el
barrio.
El miedo
también va del lado de los pasajeros, no solo en Villa Liliam sino también en
La Sierra. “Usted baja, pero no sabe qué pueda pasarle en el camino o quién lo
va a parar”, advierte un líder comunitario quien recuerda el caso de Santiago González, el mejor
estudiante del colegio de Villa Turbay en el 2012, quien fue asesinado en enero
por unos encapuchados que lo bajaron del bus cuando iba a trabajar.
Silencio
y temor
Al llegar al terminal de buses de
la ruta en La Sierra solo hay silencio entre los conductores. El despachador,
que se atreve a hablar, dice que en lo que va del año han movilizado 2.000
pasajeros menos por mes, cifra que coincide con las cuentas de los vecinos que
hablan de 180 familias que se han ido por el conflicto en los últimos meses. Personería
dice que 431 personas tuvieron que irse por la guerra durante el 2012.
“Yo llevo aquí más de 20 años, y
me han tocado tres o cuatro guerras. Pero esta ha sido la más dura de todas y
no sabemos en qué va a terminar”, dice otra líder de La Sierra quien añade que
la angustia es permanente: no hay hora fija para los enfrentamientos que dejan
huellas en paredes, vidrios y casas. Incluso, si se está muy de malas, también
en la gente, como a la señora que hace mes y medio la alcanzó una bala perdida
en una pierna cuando se bajaba del bus.
Por la
muerte de Santiago dejaron de ir muchos niños y jóvenes a la Escuela popular
del deporte que maneja el Inder al lado del terminal de La Sierra. Allí sube
dos veces a la semana el formador Alejandro Muñoz*, quien también cruza las
‘fronteras’ para dar sus clases de porrismo.
“A mí me
inauguraron en Villa Liliam con una balacera. Me escondí detrás de un muro y al
rato volvieron los niños como si nada hubiera pasado”, recuerda este joven quien
aprendió que por esas lomas se sube sin casco para que los ‘muchachos’ lo
reconozcan.
Según Muñoz,
jóvenes talentosos para el porrismo que entrenaban en el Estadio no pudieron
volver a practicar. La guerra, según habla el coordinador de esta Escuela,
ahuyenta por temporadas a los chicos, y el trabajo de meses queda perdido en
medio de las balaceras o asesinatos inesperados como el de Santiago: la de
ellos es una batalla cotidiana contra la deserción.
De hecho,
mientras estaba en la zona para escribir este artículo, presencié el desplazamiento forzado de un
líder de La Sierra, quien salió de la zona acompañado de su hijo. “Tantos años
de trabajar por la gente de aquí, y no nos respetan. Ya no tengo nada más que
hacer”, decía entre lágrimas el líder que salió de su barrio con apoyo de la
Personería de Medellín.
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