La tienda de doña Esther

Aún recuerdo el cáncer que la tiró a la cama, la delgadez con que terminó sus días comparada con el bulto que comenzó a crecerle en el cuello, hasta romperle la piel.
Mi madre la auxilió, la limpió y la trató con amor. La tendera del barrio, la de gafas gruesas, pelo grisáceo y palabras pronunciadas con enojo y cariño, murió postrada en una cama.
Fue de las primeras en llegar al barrio, adecuó con los años y el desempleo una tienda en uno de los cuartos. Nos fiaba porque confiaba en nuestra honradez.
Mi madre, cada mes, se quejaba de las 'grandes' cuentas que dejábamos allí: mucha Coca-Cola, leche y muchos chicles.
Fue con ella con quien aprendí el valor del dinero y de la costumbre. Aun cuando no estaba saludaba...

-Buenas doña Esther, me hace el favor y me da... Y se los apunta a mi mamá.

Compré motitas de 100, bombones arco-iris, chicles de 50 (cuál de ellos más duro) y pagaba con el billete verde de 200, el amarillo con naranja de 100 y el azul, como de muerto, de mil.
Fue haciéndose cada vez más lenta -y yo cada vez más grande-, un día se cayó en la misma tienda y se estropeó un brazo. Sus sobrinas la reemplazaron pero comenzó a faltar el surtido, la clientela dejó de pagarle lo que le debían y así, la tienda de doña Esther, se acabó.
Cambió de dueño por un montañero que la llenó de surtido e hizo negocio con ella, como debía hacerlo. Mientras él seguía con la tradición y llenaba sus bolsillos, Esther moría cada día un poco más en el cuarto de atrás, acompañada de algunos familiares, con una voz cada vez más perdida, más gutural.

Gritaba -o al menos lo intentaba- cada que mi madre limpiaba su herida, tan profunda que el copito de los oídos cabía completo por la cavidad.
Después de varios meses de convalecencia murió.

La tienda fue trasladada al lado, en el edificio que construyó el montañero capitalista con las ganancias de la tienda y con los ahorros fruto de la venta de su finca. Hace poco la casa, la ventana de la tienda y los recuerdos, fueron demolidos para dar paso a un edificio.

Aún la recuerdo fumando y de vestido, con sus piernas delgaditas y sus manos venosas, despachándonos los pedidos, que incluían salchichón, café, jabón, -los rollos dulces, chicharrones de guayaba y panes siempre iban envueltos en papel delgadito-.

Sean estas palabras su recuerdo.

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