Viajar con tedio y con ganas de llegar pronto, aguantar tramos de carretera destapados, sufrir las inclemencias del desierto en un bus -mientras los Willys y las camionetas se deslizan sedosas-, aguantar con paciencia la falta de agua cayendo por un grifo y la falta de una cama para descansar, todo eso se justifica al estar en Pilón de Azúcar.
La dificultad de una cuesta es directamente proporcional a la belleza que nos espera al final del esfuerzo.
Arriba muy pocos se detienen a reflexionar, la mayoría temerosos, la mayoría turistas -como yo- suben simplemente por una foto para poder contar que estuvieron allí. Todos suben despacio y con cautela, llegan a la cima, miran a su alrededor, toman la foto de rigor y se bajan, casi nadie se detiene.
"Tómela rápido que vamos pa' abajo", decía mi familia que se demoró más subiendo que lo que disfrutó de aquel lugar.
No hay necesidad de describir los colores verdosos del mar, los acantilados que desde allí se veían, la inmensidad del desierto y la inmensidad del mar. Allí estábamos ante dos horizontes infinitos: una tierra a la que no se le veía el fin (y en la que ninguna montaña impertinente rompía la explanada), y un mar ilímite, indescifrable, impetuoso y seductor.
Dos azules separados por una línea difusa, eso son el cielo y el mar.
Allí somos pequeños y frágiles ante lo etéreo e invisible: el viento -que en ocasiones te acaricia y te susurra al oído para que guardes silencio- estaba embravecido, empujaba con fuerza el cuerpo, sacudiéndolo, tornándolo inestable.
Al bajar, la inmensidad de lo visto y la tranquilidad que transmite la naturaleza hacen guardar silencio. Allá arriba la vida nos recuerda que el horizonte, el fin último de todo, se presenta borroso. Al final, en el límite, no sabemos a ciencia cierta qué sucederá.
Hay que caminar con fuerza y decisión, con la cabeza en alto, para aclarar ese borroso horizonte, para descubrir que lo que creíamos fin no lo era, y que así, de infinito en infinito, vamos pasando la vida.
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