En frente de mi casa vive una mujer morena, rolliza, de cabello corto, negro y con algunas canas. Su mirada es clara, su hablar fuerte y a veces estridente, guarda en su rostro una sonrisa permanente y unas carcajadas retumbantes.
Se vino de Urrao no sé por qué razón, pero nunca olvida su tierra y por eso todos los días la observa en la fotografía más grande de su casa, en la que se ve un río serpenteante rodeado por el verdor lleno de vida de las montañas de Antioquia y allá, a lo lejos, un caserío lleno de casitas del color de los ladrillos.
Se llama Mercedes, yo la saludo con un respetuoso “Doña Mercedes” las pocas veces que me la cruzo en el camino. Son pocas porque la señora nunca se mantiene en casa, nunca le da tiempo a la soledad para que la abrace y se quede con ella.
¿Qué tiene la vejez que uno la relaciona de inmediato con soledad?, ¿por qué nos quedamos solos cuando estamos viejitos?, lejos de pensar que la causa ilógica está relacionada con la muerte de todos los cercanos me atrevería a decir que es por nuestra pérdida gradual de atractivo.
Los viejos no son irreverentes como los jóvenes, tampoco llaman la atención como los niños, ya no guardan la novedad que trae en su interior el recién nacido y menos la utilidad -tan valorada en este mundo práctico- de los adultos para laborar.
Dirán que soy excluyente con lo que digo, que hay muchos adultos mayores que no son así, diré que tienen razón y que existen excepciones a la regla. Diré además que hay viejos sabios y vitales, que te deslumbran por la sabiduría que se les sale a borbotones gracias a las experiencias vividas y al camino recorrido.
Lo único que me produce un profundo temor de todo esto es que yo también llegaré a viejo, y también, quizás, me quedaré solo y estático, como Doña Mercedes, que nunca quitó la instalación navideña de una de las ventanas de su casa porque para qué, la vida a esa altura es una sucesión ininterrumpida de ausencias, una búsqueda constante por negar la realidad ineluctable de la soledad.
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