Los desterró cariñosamente del pueblo para que fueran otros, mejores a los que ella crió entre montañas. Su amor de madre le mostró que la casa se iba agotando mientras crecían, y que los hijos podían dar y recibir mucho más de cuanto estaba en sus manos. Los empujó para Medellín, a que estudiaran y terminaran de formar su carácter, pero ella aferraba su vida a la casa y al balcón en el parque del pueblo, el único en Antioquia que cambió a Bolívar por un marrano. Junto a ella quedaron el esposo y el hijo que la lloraría desconsolado. Nunca le gustó la capital donde terminaron casi todos sus hijos –ya cuarentones– convertidos en profesionales, hombres y mujeres trabajadores, honrados e innegociables en principios y sueños. Gente feliz que no tardó mucho en regalarle nietos que, desde lejos, siempre llegaban a la casa para alegrarla. Su alegría también era este refugio: zaguán fresco, patio lleno de flores y paisaje de montañas. Aún enferma, esperaba la mínima...
Caminar por Otros Caminos.