Cree en Dios, le reza al Diablo. Adora a la madre y se encubre en sus faldas. No entiende razones: es el ombligo del mundo, y no admite la crítica porque aquí todo es lo mejor de Colombia, ¿o qué ciudad en el país tiene metro? Usted ya sabe de quién se trata. Viene del pueblo del azadón, del poncho y la ruana. Del negocio al interés. De la eterna primavera, la ‘tacita de plata’. Medellín, dice mi madre, no es ciega sino orgullosa de lo que tiene, y no es que le duela verse al espejo, para nada, prefiere simplemente ver lo positivo. La siento a ratos pacata, sofisticada y veredal. Hoy –si todo sale bien– será la más innovadora del mundo, pero también es cruel. Nadie la entiende, ni los más viejos, y logra regenerarse y degenerarse a ritmo sin par. La quiero como a pocas, y la odio como a ninguna. Valoro su ritmo, a medio galope entre el frenesí y la calma; amo a sus amigos sinceros – que son pocos–, y me encanta verla florecida con sus guayacanes rosa, ...
Caminar por Otros Caminos.