Cuando estaba pequeño, veía las mallas de los arcos de fútbol de mi colegio como telarañas: si iba a pasar corriendo por su lado debía hacerlo con cautela, bajar la velocidad y estar atento a que no me cogieran la camiseta. Las mallas, con sus puntas desflecadas que apuntaban a cualquier lugar, eran especialistas en rayar la piel y dejar la ropa rota. Los arcos eran rígidos y huecos, las mallas se veían cansadas y reventadas por recibir tantos balonazos. Yo, arquero inexperto, era también responsable de ese cansancio porque a veces dejaba pasar más balones de los normales. En esa época las mallas no sólo eran telarañas, también servían de escalera: por ellas me subía hasta el travesaño de la portería, desde el que se veía todo muy pequeño. Un salto desde allí encalambraba los pies y los llenaba de hormigas. Hoy, es un poco distinto pensar en las mallas, en los muros, en las separaciones. Hoy la mayoría de ellas se usan para segregar, crear límites, “ordenar” dirían quienes no gust...
Caminar por Otros Caminos.